El texto se llama Las abuelas no se pierden.
Ellas son la voz mesurada de la historia, las músicas y las letras que nos muestran por qué misteriosos y complicados caminos llegamos a la sala de una casa acogedora, a un barrio que nos creó el primer sentido de pertenencia, a una mesa poblada de ciertas viandas y determinadas frutas, al universo de aromas que nos acompañará el resto de la vida. Ellas son los frascos de loción antigua, las conchas-nácar mezcladas con limón para mantener el cutis adolescente sin espinillas, los ritos reposados previos al dormir y el paso bien ritmado hacia el templo los días de las liturgias obligatorias y solemnes. Son también los guisos de la tribu familiar traducidos de libretas amarillentas en las que las recetas seculares se expresan en medidas incomprensibles para los nietos y en nombres de condimentos cuyos significados hay que ir a buscar al diccionario.
Las abuelas son los vestidos y los peinados de las fotos desgastadas por los años, los dedos, las risas y las lágrimas; las plegarias inolvidables, sencillas y arcaicas que resisten el oleaje de libros, universidades, escepticismos y racionalidades, son la mesa puesta como debe ser, el saludo que no se niega a nadie, la mirada que envuelve a los ojos. Por la abuela aprendí que vengo de donde se dice escarpa en lugar de acera, fustán y no mediofondo, sifa y no coladera, levántalo y no guárdalo, no me pienses en vez de “no te preocumpes por mí”.
Gracias a ellas los momentos inmediatos anteriores al sueño infantil se llenaban de canciones, y las tardes -a la hora de sacar los sillones para “tomar el fresco” viendo pasar las calesas- de relatos. Por ellas aprendimos de dónde venimos sin que a ese pasado hecho de gozos y sufrimientos, de normas, axiomas y consejas se le atara un futuro fatal. Ellas nos pusieron en la ruta, pero no nos trazaron el sendero. Las abuelas son los vestidos de lino y los abanicos de sándalo, el jabón de olor y la mano conducida al agua o la piedra transfiguradas por la fe y de regreso a la frente aún sin estrías.
Ellas nos enseñaron el recuerdo y a recordar, las frases sapienciales y las normas inviolables, el juicio y la comprensión, la tradición y el guiño, la dureza necesaria y la imprescindible ternura, los juegos sin juguetes, los versos del amor joven, los signos de la lluvia, el uso del tiempo en una época que pretende tener al tiempo de empleado, el ahorro y la generosidad, la diferencia entre la discreción y el secreto, la piedad y la compasión, el valor de la amistad y el sentido de la limosna, la riqueza de la tertulia y la inexistencia de la soledad.
Las abuelas son la miel de abeja, los vasos limpios, la urdimbre del frivolité, el sabor amable del dulce casero, el platillo confeccionado con lo que sobró de las comidas de la semana, todas las sillas en torno de la misma mesa, los varones adultos a los que no se les permite olvidar el beso, los parientes lejanos que se acercan en las cartas escritas con letra inglesa o en caracteres a veces indescifrables, los velorios y los duelos, las gratitudes ancestrales que sobreviven a las barbaridades inmediatas, los sobrinos ubicados en el sitio preciso del árbol genealógico, cada quien en su casa y Dios en la de todos.
¿Quién sabe en que rincón del planeta acabó deteniendo su nomadismo el hermano mayor de los primos segundos, con quién se casó, cuantos hijos tiene y cuándo fue la última vez que estuvo aquí? La abuela. ¿Quién recuerda los nombres de los testigos de la boda de la hija del socio perdido del tío abuelo, y si iban adecuadamente vestidos para la ceremonia? La abuela. ¿A quién se le pregunta si el apellido homónimo que salió en una esquela es realmente de alguien de la familia? A la abuela. ¿Quién recibe con entusiasmo al nieto cuando los papás quieren salir solos? La abuela. ¿Quién se queda sola cuando los jóvenes deciden disfrutar las cosas de su tiempo? La abuela. ¿Quién va dejando vacíos los estantes y los cofrecillos para gusto de las hijas, las nueras y las nietas, hasta que sólo lo quedan los aretes de su propio matrimonio y el anillo nupcial? La abuela. ¿Quién guarda en la cabeza el mapa íntegro de la diáspora?
Ella.Los hijos perdemos a las abuelas cuando nuestros vástagos están a punto de darnos nietos. Entonces empezamos a construir la memoria que le entregaremos a éstos. Estará hecha con lo que ellas nos dieron, más que con lo que nos legaron nuestros padres. Por eso los nietos “abuelean” incluso en los hervores adolescentes que los mueven hacia el asesinato de los progenitores. Los papás morimos. Los abuelos no. Las abuelas nunca se pierden. Ser padre, en nuestros tiempos, es algo que se parece demasiado a una técnica o a una destreza que hay que adquirir -de maestros, locutores, páginas, conferencias, sicólogos, charlatanes, sacerdotes y otros medios-; es un modo de actuar. Ser abuelo o abuela es un modo de ser. De ser para siempre.
Beautiful!
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2 comentarios:
Doc, me sorprendes.
¡Beau! Escatimando en elogios a un texto matriarcal.
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